Definir la naturaleza del franquismo desde la Academia tratando de que hurgar en lo teórico-conceptual signifique alejarse de la calle resulta complicadísimo. En este sentido, el joven historiador se sitúa en medio de un fuego cruzado difícil de salvar.
Por un lado, los dinosaurios con los que se está formando y que tanto le han enseñado a lo largo de estos años, le empujan a creer que el franquismo ya no es fascismo, que nunca lo fue. Le exigen rigor y moderación en el análisis. Alejarse de las interpretaciones facciosas y guerracivilistas y rigor conceptual. Le exigen la verdad desde un positivismo difícil de sostener después de la irrupción de la subjetividad postmoderna.
Por otro, la memoria colectiva en la que se formó, aquella que le enseñó a valorar la Historia mucho antes de licenciarse, resulta tanto mas radical. Ella le muestra los muertos, le saca las banderas, los himnos, todo aquello que ha configurado su identidad, esa identidad humanista que le hizo valorar la Historia por encima de cualquier otra disciplina para seguir, de algún modo, del lado de los suyos combatiendo el fascismo con su conocimiento, con la razón. Una razón que la Academia ahora le quita por que posicionarse ya no sirve para analizar la realidad.
Este joven historiador no sabe que hacer, y consulta a los suyos. Les mira de reojo, desconfiado, tal vez sean unos radicales. Pero algunos de ellos, otros viejos dinosaurios, continúan dando guerra.
Josep Fontana escribe “una buena parte de mis colegas (…) han acabado por cerrar las ventanas de la Academia para aislarse del viento que sopla en la calle y han optado por sobrevivir en un reducto pleno de libros, escribiendo sobre todo para su propia tribu y convirtiendo en virtud el hecho de ignorar un mundo que, en justa compensación les ignora cada vez mas”. Respira aliviado. El joven historiador no quiere convertirse en un asceta, sabe que no posee ninguna verdad revelada, tampoco quiere abrir viejas heridas por que ese no debe ser su trabajo. Tan solo quiere que la gente tome en cuenta su interpretación, que considera también y tan bien fundamentada como cualquier otra. Quiere que aquellos que hablan de multiplicidad de enfoques, de fragmentación de la historia o que consideran negativa cualquier ortodoxia no hagan de esos principios ninguna epistemología cerrada, otros hablan de “pensamiento único”.
El joven historiador se indigna, son ellos quienes se echan las manos a la cabeza y no dejan de recordar a los muertos, de infundar constantemente temor e inseguridad en un análisis que no es menos sincero que el suyo, que no deja de ser otra interpretación.
El joven historiador rumia estas y otras cuestiones y finalmente se arma de valor, se siente seguro de que posee instrumentos validos para enfrentarse a la Academia, desde su pequeñez. Observa, “objetivamente”, como le han enseñado, a todos aquellos que hablan luchan contra el fascismo en los años treinta, durante la republica y la guerra, en los años cuarenta y cincuenta durante el primer franquismo e incluso en los sesenta y setenta durante la crisis del régimen y la transición; y no entiende como una Academia democrática de repente deshecha el término fruto de una elucubración visionaria de algunos de sus miembros que consideran que ello fomenta el espíritu de la reconciliación. De repente borran de un plumazo a todos aquellos que, durante tanto tiempo, resulta que luchaban contra un fantasma ¿No serán ellos quienes hacen interpretaciones que resultan difíciles de sostener? ¿No estarán negando ellos una parte de la historia? Da igual, lo hacen por nuestro bien, por que el oficio del historiador no es narrar la historia en función de la critica documental, sino en función de la demanda de las políticas de las sociedades presentes. Espera, eso no es lo que me habían enseñado…sigamos buscando una definición.
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