Enfrentarme al comentario sobre la crítica de Camus al comunismo supone un difícil ejercicio de introspección intelectual acerca de mi cosmovisión, tanto en lo personal, o ideológico, como en lo profesional, o lo referente al estudio de la Historia; debate recurrente en mis pensamientos y que me llevó a decidir dejar a un lado la idea de especializarme en la Historia Contemporánea por miedo a que mis estudios pudieran quedar en algún lugar manchados por falta de objetividad en las interpretaciones, aunque se tratase de mecanismos inconscientes.
Nunca traté de presentar una imagen pública estúpida y negacionista de los crímenes de Stalin, pero hacer pagar por ello a toda la militancia comunista, incluso a la actual1, me parece excesivo. Ninguno de nosotros pretendemos que aquello se repita, y reducir el comunismo a la visión de Stalin es demasiado simplista, como es un grave error someter de forma negativa las políticas de la Unión Soviética a una comparación con el tercer Reich alemán.
Parece que la historiografía actual ha dejado claro que el trabajo del historiador no es objetivo: deberíamos reconocer que no se trata de escoger entre objetividad y distorsión sino, más bien, entre diferentes modos de construir la realidad2. Ello no impide que las afirmaciones sean verificables, es decir, no se niega la existencia de un principio de realidad, del que hablan autores como C. Guinzburg o G. Levi, quienes superan el discurso de la historia como retórica y afirman una historia como prueba: abandonada, pues, una conciencia positivista en los hechos, en la posibilidad de reconstruirlos completos, la Historia se mueve hoy entre una hipótesis totalmente idealista de confrontación entre textos que expresan modos diferentes de construir la realidad, y una imagen procesual siempre incompleta de conocimiento de la realidad, un conocimiento contextual basado en pruebas probables de una certeza que es significativa solamente en el ámbito de una cultura compartida3.
A partir de ahí, entran en juego los usos públicos de la Historia, de la cual a pesar de que no podemos negar un componente o principio de realidad, en el sentido de algo sobre lo que podemos verificar su existencia, puede ser, no obstante, objeto de numerosas interpretaciones4. Uno de estos usos, y quizás el más pernicioso es, en efecto, el político.
Dice Hobsbawm que la historia está siendo revisada o inventada hoy más que nunca por personas que no desean conocer el verdadero pasado, sino solo aquel que se acomoda a sus objetivos. Y yo no quiero ser uno de ellos. La defensa de la historia por sus profesionales es en la actualidad más urgente en la política que nunca5.
Podemos concluir, por tanto, que la equiparación de los fines del fascismo y el comunismo ruso responde a una cierta ocultación de los hechos históricos, o, en todo caso, una mala interpretación de ellos (por no hablar de un fatal error). No preciso ahora enumerar por qué, y Camus solo cita los menos, en un estudio restringido a una interpretación, espléndida pero muy personal, de la filosofía contemporánea.
En cuanto a lo personal o ideológico, el marxismo-leninismo no es stalinismo. Se ha tenido razón al insistir en la exigencia ética que hay en el fondo del sueño marxista. Hay que decir con justicia (…) que ella constituye la verdadera grandeza de Marx. Ha puesto el trabajo, su degradación injusta y su dignidad profunda en el centro de su reflexión. Se ha alzado contra la reducción del trabajo a una mercancía y del trabajador a un objeto. Ha recordado a los privilegiados que sin privilegios no eran divinos, ni la propiedad un derecho eterno. Ha dado una mala conciencia a quienes no tenían derecho a tenerla en paz y ha denunciado, con profundidad sin igual, a una clase cuyo crimen no consiste tanto en haber tenido el poder como en haberlo utilizado para las finalidades de una sociedad mediocre y sin verdadera nobleza6. Quizás sobre lo que debiéramos reflexionar (y probablemente lamentarnos) sea acerca del fracaso en el pasado siglo de dicho sueño.
1 En este sentido, tiene mucho que decir la opinión pública de nuestro país, alejada de los debates revisionistas del Este europeo, acerca del papel del PCE desde la Guerra Civil, pasando por su actividad subversiva durante el franquismo y su actitud conciliadora en la Transición. Se trata de una nota estrictamente objetiva considerar al PCE como uno de los actores fundamentales de la llegada de la democracia a nuestro país, por encima los que son hoy considerados padres de ella: Juan Carlos de Borbón o Aldolfo Suárez, quienes solo condujeron una opinión pública que clamaba por la apertura de un régimen obsoleto y anquilosado. El papel del PCE, y de sus militantes, dentro de esta opinión pública fue verdaderamente de vanguardia política, incluso de ejemplo moral.
2 WHITE, H, Tropics of Discourse. Essays in cultural criticism. Baltimore-Londres: The Johns Hopkins University Press, 1978. p. 2.
3 LEVI, G, “Los historiadores, el psicoanálisis y la verdad” En FORCADEL ÁLVAREZ, Carlos y CARRERAS ARES, Juan José, Usos públicos de la historia: ponencias del VI Congreso de la Asociación de Historia Contemporánea (Universidad de Zaragoza, 2002). Madrid: Marcial Pons, 2003 pp. 89-106. p. 95.
4 Han reflexionado sobre ello numerosos autores. Podemos destacar la breve obra de TODOROV, T, Los abusos de la memoria. Barcelona: Paidos, 2000. Por su parte, CARRERAS ARLES, J.J, y FORCADELL ÁLVAREZ, C. Usos [...], op. cit. p.1 p. 45. consideran que un uso público de la historia sería una prosecución en cierta manera de la empresa iniciada por Marx.
6 CAMUS, Albert, “El hombre rebelde” en CAMUS, Albert, Obras. 3. Edición de José María Guelbenzu. Madrid: Alianza Editorial, 1996. pp. 11-353. p. 247.
GUSTAVO HERNÁNDEZ SÁNCHEZ
HISTORIADOR EN PARO.
SECRETARIO POLÍTICO DE LA UJCE-SALAMANCA
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